¿Cómo se le saca el ojo a un hombre sin que se desangre? ¿Cómo y por qué, sencillamente, hacérselo a otra persona, a sangre fría, por puro morbo, por puro odio?
Si los ojo son la ventana del alma, entonces la de
Abel Santamaría debe haberse desparramado como la neblina de la mañana por la
sala de torturas del Cuartel Moncada.
Sus verdugos ni cuenta se dieron, o no tenían con
qué percibirla ni por qué hacerlo; por es continuaron macabramente jugando a
las Parcas, indiferentes ya ante tanta sangre.
¿Pierde el ojo su color, mengua la fuerza con que se
clavaba en otros ojos mientras yace en una palangana, fuera de su cuenca, como
un huevo fuera del nido? Dicen que sí. Entonces, ¿cómo supo Haydée que eran los
de su hermano los que le mostraban? ¿Pensaría acaso que era una broma desalmada
de sus captores? ¿O es que nunca puso en duda que estos no vacilarían en
cometer tal abominación?