Por: Mónica Rivero
Mirada de quien fue testigo del infierno, dice
su hija Celia María.
Ojos de sobreviviente, de resucitada dice Cintio Vitier, “ojos
(…) agresivos de amor ante la catástrofe inminente de una injusticia
intolerable”, y añade “(…) en verdad Haydée era ante todo madre”: Hablaba del Moncada como
una madre habla de un parto. Su maternidad expansiva, evoca Silvio.
Todos hablan de sus ojos, de los ojos de la heroína.
Todos hablan de orfandad cuando hablan de su muerte, su suicidio. Parece que la
intensidad de su espíritu hablaba en sus pupilas, y que fue madre más que de
sus hijos, más que de hombres o de mujeres. Parece que se le extraña.
“Haydée, hace falta tu voz”, le dice Fina
García-Marruz. Es lógico: la voz de la madre siempre se añora, ella es guía, ve
más allá porque es más alta, acoge en brazos tibios ante la confusión o la
tristeza, protege con su falda como un ala, y es fuerte porque nos carga.
La añoranza de Fina da título al libro de
Ediciones Ojalá, editado por Camilo Pérez Casal, que reúne evocaciones como
estas, en voz de hijos e hijas de Haydée Santamaría; un libro que la trae a
ella misma –en los demás y en sus propias palabras– para devolvernos la imagen
de la “muchacha a quien hubieran hecho mujer de golpe a puro golpe” [Jorge
Enrique Adoum dixit]; la niña que se inventa un abuelo mambí y
lleva flores a su tumba imaginaria; la que confiesa, haciendo recuento del
Moncada, lo que le impresionó ver morir a un enemigo, sentir su cuerpo caer…
“Es un dolor matar”.
Solo alguien realmente sabio pudo haber convertido
el dolor en tanta luz; como el dolor del alumbramiento, justamente: “(…) su
dolor de alma, lo trágico de su vida le fueron refinando la ternura hasta lo
sublime”, dice Silvio, quien la
define en uno de los dos textos suyos que reúne el volumen como “una gran
academia de humanidad en un cuerpo pequeño y con voz de flauta”.
Haydée pudo ver que “nada se debe quedar como
nace”, porque lo que “lo que no se transforma no existe”; supo que es preciso
“distinguir entre el arte popular y el populero” y se dio perfecta cuenta de
que dentro de la cultura ella había “podido ser un punto de equilibrio”. Es la
mujer que supo que “el pueblo entiende la belleza más que nadie”, porque ella
misma llegó a luchar contra la tiranía por pura sensibilidad, por intuición de
que el sacrificio es ascenso en la escala humana y de que es bello. Una lección
es Haydée, una consciencia que marcó la ruta de “para qué han de utilizarse
siempre el poder moral y el poder político” [Eusebio Leal dixit].
El libro la llama con testimonios íntimos como el
de Armando
Hart o la correspondencia con el Che o
las visiones de la hija sobre su vida, sobre su muerte; la llama en el recuerdo
de la Haydée que se piensa, como tiene que haberse pensado mil veces, como
tiene que haber reacomodado cosas en la cabeza y el pecho para poder seguir
adelante. “No sé hasta dónde llega el dolor y hasta dónde la alegría. Creo que
se entremezclan”: le confiesa en entrevista a Jaime Sarusky.
Un texto hermoso de Cintio Vitier habla de la
heroína “en su intemperie cegadora”, mira no un miedo, sino “temor de amor o
sagrado temor, iracundo ante el peligro que acecha siempre a lo valioso”.
Abel atraviesa
todo como quien sobrevuela, no por encima, sino dentro: el hermano mártir que
duele en la carne, en la sangre; la parte que se le muere a Haydée y la hace
sentir que es más difícil vivir que morir; pero a la vez la impulsa a seguir
viva inspirada por aquella madrugada fundacional. Dice Cintio que la muerte fue
con Haydée desde el último disparo del Moncada.
Entonces ese otro julio fue como un cierre, como la
confirmación de un sino, la concreción de un plan antiguo, pospuesto. En el
Moncada se había planteado, al ver que no había salida, morir sin una bala en
el rifle; morir habiendo invertido todo, morir sin deudas. Así murió Yeyé, para
seguir viviendo.
El libro la llama también, por supuesto, desde Casa de las
Américas, su Casa, que rompió bloqueos y fue mucho más que una institución
para inscribirse en aquellos años como “una manera de actuar, de percibir, de
comportarse, una amalgama sentimental entre talento, bondad y aventura…”, tal
como la define Celia Hart.
Llaman a Haydée, en tiempos nuevos, de “nuevas
prisas y mucho menos amor” sentenciaría su propia hija. Bien saben todos que
Haydée no está más, que no entrará de improviso por alguna puerta, pero está
siempre como a punto de hacerlo, así que se encuentran todos en la esperanza de
verla, por un instante, reaparecer.
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