Cual magia del destino, llevo mucho de Haydeé. Compartimos los mismos medicamentos para el asma, la espalda encorvada como quien trata de esconderse, la predicción por girasoles, el gusto por el arte aún sin saber nada sobre este, una tristeza que a ratos nos circunda, la fe infinita en el amor, la afición por la pelota y de cuando en vez, un pensamiento suicida. A pesar del más de medio siglo que separa nuestras generaciones, sin ni siquiera imaginarnos la una a la otra, un “insignificante” poblado al suroeste de la región oriental, nos unió para siempre.
Nací 8 años, 2 meses y 9 días después de su muerte, sin embargo me dio el regalo de despertar cada día, y sin hablar apenas, descubrirme resguardada en mi cuna, por dos hombres desaparecidos, sólo físicamente, muchos años antes: Abel y el Che.
Desde pequeña siempre la vi, como lo hacemos casi todos: “la hermana de Abel Santamaría, que soportó que le enseñaran los ojos de su hermano y los testículos de su novio y aún así no delató a los revolucionarios; junto a Melba sacaron a la luz La historia me absolverá” Todo realmente cierto, pero resitado de memoria.
Cuando la descubrí entre las lágrimas de mi madre, me di cuenta que ella era más, mucho más que eso. Alguien cuyo recuerdo estremece, es mucho más.
Con apenas sexto grado fue la cabeza de una familia infinita que comenzó siendo la casa de América, y hoy resguarda el arte de todo el mundo. ¿Quién se atreve entonces a cuestionar que con apenas su nivel primario, no estaba a la altura de los grandes intelectuales de su tiempo, o mejor dicho, de cualquier tiempo? Ella era una artista, justo como aquel grado que Fidel le puso al Che.
Sin embargo, Haydeé era triste. Fue herida de muerte un 26 de julio de 1953. Ella fue la última de los mártires del Moncada, justo como dijo Almeida en su despedida de duelo. Justo allí, donde descansan los restos de 56 Hombres, una mujer los acompaña, alguien que siguió viva con una parte de su vida muerta.
Por eso aquella tarde de noviembre de 2010 fui a buscarla al cementerio, pero no la encontré. Justo como le gustaban, le llevé un girasol que soportó los más de 40 kilómetros, los coches y las guaguas. Llegué con lágrimas en los ojos y acompañada de un hombre que como su Boris, me acompaña en amor y convicciones. Que como su Boris, la sola idea de perderlo me comprime el alma.
Allí me encontré con su Martí, el nuestro, el de todos, resguardado siempre, cuya ceremonia inigualable sacude los huesos de los que llevamos en la sangre este pedacito de tierra.
Me encontré con su Frank, ahí junto a su familia, con la vigilia permantente de la bandera rojinegra y la de la estrella solitaria. Pero a ella, no la vi. El panteón donde descansa junto a sus grandes amores, se encontraba en reparación. La habían trasladado hasta el mausoleo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, momentáneamente. Pero allí no se puede entrar. Tuve que contentarme entonces con dejar el girasol entre las rejas de la puerta, con la firme ilusión de que sabía que eran para ella. No me quedó más que darle las gracias bien bajito y marcharme triste por no haberla visto. El viaje duró más de 4 horas, no fue fácil llegar hasta ella, pero prometo que volveré.
De alguna forma con estas páginas, estoy volviendo.
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