viernes, 26 de octubre de 2012

De viaje en la nave de Haydée Santamaría


Afirman quienes la conocieron que Haydée era una mujer apasionada de carácter, rápida en sus respuestas. Se dice que cuando la Crisis de Octubre, algunos entre quienes la rodeaban le criticaron su retraimiento  cuando el mundo entero permanecía en ascuas ante la amenaza de una contienda nuclear. «Yo no huyo, me siento en el malecón y allí espero cualquier tipo de guerra atómica.»
  Pecaba así de sincera esa mujer que tanto admiro desde un solo día, aquel día frío de noviembre de los años 70 cuando la escuché leer una sola vez y para siempre, en alta voz, en una desordenada e irreverente tertulia de intelectuales, algunos párrafos de Cien años de soledad.

  Por primera vez visitaba la Casa de las Américas, invitada por un grupo de poetas y trovadores «extravagantes» que por entonces solían reunirse en el parque de 17 y 8, en el Vedado, o en cualquier esquina de la calle 23 para recitar y leer al aire libre --muy cerca del mar (su mar de los misiles)-- cualquier poema, cualquier canción que molestara a los que prohibían las minifaldas, las melenas y las canciones de los Beatles y cuanto compás «sonara» a imperialismo.      
 «Esos son revolucionarios ortodoxos, creen tener la verdad en la mano, pero ni siquiera saben que Lennon es un hombre bueno, que está en contra de la guerra, del racismo», explicaba Haydée para hacerles entender que podían reunirse en su Casa, la Casa «de los que nada tenían que perder».
 Así de grande y emocional recordaré a Haydée. Mujer de anchura y profundidad sin límites, a Haydée sobredimensionada cuatro veces: porque amaba sin nombres y apellidos, por la vehemencia con que supo defender obra e idea, por la pureza rebelde, comprometida, frontal, arraigada y única de los verdaderos revolucionarios.

Haydée y Melba saliendo de la cácel
 Da fe su hija Celia María en el libro Haydée del Moncada a Casa que desde el inicio su madre confió en Fidel «de forma total que para ella y para Abel, Fidel debería estar vivo por mucho tiempo». Y renglón aparte, escribe: «De esto no tenemos dudas ahora, pero hace medio siglo sólo la luz especial que brilló en estos Santamaría, pudo ofrecer la señal de la importancia de un Fidel Castro para la revolución cubana.»
  Y el Moncada, ¿qué crees que significó para Haydée? Pregunté en una ocasión a su hija, de visita en el batey del antiguo central Constancia, en Encrucijada: «Fue apenas la punta del iceberg. El Moncada, Boris y Abel fueron apenas un buen comienzo para esta mujer [...]  Y nos aclaraba a mí y a mi hermano que no se trataba de una acción para derrocar solo la tiranía, sino derrocar el régimen que originaba las injusticias sociales, y que yo sepa, antes del triunfo de la Revolución mamá no había leído una sola letra de literatura marxista.»
 A Haydée Santamaría Cuadrado no le ajustó la felicidad de haber participado en la emancipación definitiva de su Patria, ni tampoco la de fundar la Casa de las Américas y salvaguardar con ella el arte de la incomprensión y la mediocridad con el que siempre han debido lidiar los verdaderos, aquellos que hoy viven, cantan y escriben, y tienen obra y nombre crecidos al ritmo de los Beatles y desde el vértice de los iluminados.
  Haydée vivirá atemporal, conspirando con los astros. Era un ser galáctico, como Abel Santamaría, Frank País, el Che, Celia Sánchez... Y, según su hija: «Consignó su meta a la llegada de un Fidel Castro íntegro y pleno.»
 Junto a ella hemos viajado de algún modo en su misma nave fidelista, aunque tal vez sin comprender la dirección exacta.
 Siempre la imaginaré como en un noviembre frío, leyendo Cien años de soledad, cualquier Macondo inventado... O mejor, sentada en el Malecón, frente al mar. Ahogada de destino, dictándoles una plegaria a las estrellas, llamándolas a rebato por la luz, recordándoles el apuro que tiene la humanidad de soñar... ¡y  de sobrevivir!

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