Afirman quienes la conocieron que Haydée era una mujer
apasionada de carácter, rápida en sus respuestas. Se dice que cuando
la Crisis de Octubre, algunos
entre quienes la rodeaban le criticaron su retraimiento cuando el mundo entero permanecía en ascuas
ante la amenaza de una contienda nuclear. «Yo no huyo, me siento en el malecón
y allí espero cualquier tipo de guerra atómica.»
Pecaba así de sincera esa mujer que tanto admiro desde un
solo día, aquel día frío de noviembre de los años 70 cuando la escuché leer una
sola vez y para siempre, en alta voz, en una desordenada e irreverente tertulia
de intelectuales, algunos párrafos de Cien años de soledad.
Por primera vez
visitaba la Casa
de las Américas, invitada por un grupo de poetas y trovadores «extravagantes»
que por entonces solían reunirse en el parque de 17 y 8, en el Vedado, o en
cualquier esquina de la calle 23 para recitar y leer al aire libre --muy cerca
del mar (su mar de los misiles)-- cualquier poema, cualquier canción que
molestara a los que prohibían las minifaldas, las melenas y las canciones de
los Beatles y cuanto compás «sonara» a imperialismo.
«Esos son revolucionarios ortodoxos, creen tener la verdad
en la mano, pero ni siquiera saben que Lennon es un hombre bueno, que está en
contra de la guerra, del racismo», explicaba Haydée para hacerles entender que
podían reunirse en su Casa, la
Casa «de los que nada tenían que perder».
Así de grande y emocional recordaré a Haydée. Mujer de
anchura y profundidad sin límites, a Haydée sobredimensionada cuatro veces:
porque amaba sin nombres y apellidos, por la vehemencia con que supo defender
obra e idea, por la pureza rebelde, comprometida, frontal, arraigada y única de
los verdaderos revolucionarios.
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Haydée y Melba saliendo de la cácel |
Da fe su hija Celia María en el libro Haydée del Moncada a
Casa que desde el inicio su madre confió en Fidel «de forma total que para ella
y para Abel, Fidel debería estar vivo por mucho tiempo». Y renglón aparte,
escribe: «De esto no tenemos dudas ahora, pero hace medio siglo sólo la luz
especial que brilló en estos Santamaría, pudo ofrecer la señal de la
importancia de un Fidel Castro para la revolución cubana.»
Y el Moncada, ¿qué
crees que significó para Haydée? Pregunté en una ocasión a su hija, de visita
en el batey del antiguo central Constancia, en Encrucijada: «Fue apenas la
punta del iceberg. El Moncada, Boris y Abel fueron apenas un buen comienzo para
esta mujer [...] Y nos aclaraba a mí y a
mi hermano que no se trataba de una acción para derrocar solo la tiranía, sino
derrocar el régimen que originaba las injusticias sociales, y que yo sepa,
antes del triunfo de la
Revolución mamá no había leído una sola letra de literatura
marxista.»
A Haydée Santamaría Cuadrado no le ajustó la felicidad de
haber participado en la emancipación definitiva de su Patria, ni tampoco la de
fundar la Casa
de las Américas y salvaguardar con ella el arte de la incomprensión y la
mediocridad con el que siempre han debido lidiar los verdaderos, aquellos que
hoy viven, cantan y escriben, y tienen obra y nombre crecidos al ritmo de los
Beatles y desde el vértice de los iluminados.
Haydée vivirá
atemporal, conspirando con los astros. Era un ser galáctico, como Abel
Santamaría, Frank País, el Che, Celia Sánchez... Y, según su hija: «Consignó su
meta a la llegada de un Fidel Castro íntegro y pleno.»
Junto a ella hemos viajado de algún modo en su misma nave
fidelista, aunque tal vez sin comprender la dirección exacta.
Siempre la imaginaré como en un noviembre frío, leyendo Cien
años de soledad, cualquier Macondo inventado... O mejor, sentada en el Malecón,
frente al mar. Ahogada de destino, dictándoles una plegaria a las estrellas,
llamándolas a rebato por la luz, recordándoles el apuro que tiene la humanidad
de soñar... ¡y de sobrevivir!
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