viernes, 21 de noviembre de 2014

Haydée: Morir sin una bala en el rifle

 Mirada de quien fue testigo del infierno, dice su hija Celia María. Ojos de sobreviviente, de resucitada dice Cintio Vitier, “ojos (…) agresivos de amor ante la catástrofe inminente de una injusticia intolerable”, y añade “(…) en verdad Haydée era ante todo madre”: Hablaba del Moncada como una madre habla de un parto. Su maternidad expansiva, evoca Silvio.
Todos hablan de sus ojos, de los ojos de la heroína. Todos hablan de orfandad cuando hablan de su muerte, su suicidio. Parece que la intensidad de su espíritu hablaba en sus pupilas, y que fue madre más que de sus hijos, más que de hombres o de mujeres. Parece que se le extraña.
“Haydée, hace falta tu voz”, le dice Fina García-Marruz. Es lógico: la voz de la madre siempre se añora, ella es guía, ve más allá porque es más alta, acoge en brazos tibios ante la confusión o la tristeza, protege con su falda como un ala, y es fuerte porque nos carga.
La añoranza de Fina da título al libro de Ediciones Ojalá, editado por Camilo Pérez Casal, que reúne evocaciones como estas, en voz de hijos e hijas de Haydée Santamaría; un libro que la trae a ella misma –en los demás y en sus propias palabras– para devolvernos la imagen de la “muchacha a quien hubieran hecho mujer de golpe a puro golpe” [Jorge Enrique Adoum dixit]; la niña que se inventa un abuelo mambí y lleva flores a su tumba imaginaria; la que confiesa, haciendo recuento del Moncada, lo que le impresionó ver morir a un enemigo, sentir su cuerpo caer… “Es un dolor matar”.
Solo alguien realmente sabio pudo haber convertido el dolor en tanta luz; como el dolor del alumbramiento, justamente: “(…) su dolor de alma, lo trágico de su vida le fueron refinando la ternura hasta lo sublime”, dice Silvio, quien la define en uno de los dos textos suyos que reúne el volumen como “una gran academia de humanidad en un cuerpo pequeño y con voz de flauta”.
 Haydée pudo ver que “nada se debe quedar como nace”, porque lo que “lo que no se transforma no existe”; supo que es preciso “distinguir entre el arte popular y el populero” y se dio perfecta cuenta de que dentro de la cultura ella había “podido ser un punto de equilibrio”. Es la mujer que supo que “el pueblo entiende la belleza más que nadie”, porque ella misma llegó a luchar contra la tiranía por pura sensibilidad, por intuición de que el sacrificio es ascenso en la escala humana y de que es bello. Una lección es Haydée, una consciencia que marcó la ruta de “para qué han de utilizarse siempre el poder moral y el poder político” [Eusebio Leal dixit].
El libro la llama con testimonios íntimos como el de Armando Hart o la correspondencia con el Che o las visiones de la hija sobre su vida, sobre su muerte; la llama en el recuerdo de la Haydée que se piensa, como tiene que haberse pensado mil veces, como tiene que haber reacomodado cosas en la cabeza y el pecho para poder seguir adelante. “No sé hasta dónde llega el dolor y hasta dónde la alegría. Creo que se entremezclan”: le confiesa en entrevista a Jaime Sarusky.
Un texto hermoso de Cintio Vitier habla de la heroína “en su intemperie cegadora”, mira no un miedo, sino “temor de amor o sagrado temor, iracundo ante el peligro que acecha siempre a lo valioso”.
Abel atraviesa todo como quien sobrevuela, no por encima, sino dentro: el hermano mártir que duele en la carne, en la sangre; la parte que se le muere a Haydée y la hace sentir que es más difícil vivir que morir; pero a la vez la impulsa a seguir viva inspirada por aquella madrugada fundacional. Dice Cintio que la muerte fue con Haydée desde el último disparo del Moncada.
Entonces ese otro julio fue como un cierre, como la confirmación de un sino, la concreción de un plan antiguo, pospuesto. En el Moncada se había planteado, al ver que no había salida, morir sin una bala en el rifle; morir habiendo invertido todo, morir sin deudas. Así murió Yeyé, para seguir viviendo.
El libro la llama también, por supuesto, desde Casa de las Américas, su Casa, que rompió bloqueos y fue mucho más que una institución para inscribirse en aquellos años como “una manera de actuar, de percibir, de comportarse, una amalgama sentimental entre talento, bondad y aventura…”, tal como la define Celia Hart.

Llaman a Haydée, en tiempos nuevos, de “nuevas prisas y mucho menos amor” sentenciaría su propia hija. Bien saben todos que Haydée no está más, que no entrará de improviso por alguna puerta, pero está siempre como a punto de hacerlo, así que se encuentran todos en la esperanza de verla, por un instante, reaparecer.

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