¿Cómo se le saca el ojo a un hombre sin que se desangre? ¿Cómo y por qué, sencillamente, hacérselo a otra persona, a sangre fría, por puro morbo, por puro odio?
Si los ojo son la ventana del alma, entonces la de
Abel Santamaría debe haberse desparramado como la neblina de la mañana por la
sala de torturas del Cuartel Moncada.
Sus verdugos ni cuenta se dieron, o no tenían con
qué percibirla ni por qué hacerlo; por es continuaron macabramente jugando a
las Parcas, indiferentes ya ante tanta sangre.
¿Pierde el ojo su color, mengua la fuerza con que se
clavaba en otros ojos mientras yace en una palangana, fuera de su cuenca, como
un huevo fuera del nido? Dicen que sí. Entonces, ¿cómo supo Haydée que eran los
de su hermano los que le mostraban? ¿Pensaría acaso que era una broma desalmada
de sus captores? ¿O es que nunca puso en duda que estos no vacilarían en
cometer tal abominación?
Me gustaría pensar que quedaba en ellos algo de esa
luz que sus espejuelos de carey no hacían más que amplificar; un retazo de esa
fuerza y contrastante dulzura que le daba a Abel un aire a lo James Dean o al
Martí en sus tiempos de la universidad de Zaragoza.
Quizás quedaba en ellos la pasión, ese cristal de
aumento sin el cual no sabía participar en ese rito al que llamamos vida. O de
valentía, la misma que llevó a Fidel a nombrarlo segundo jefe del grupo de
jóvenes que el 26 de julio de 1953 incendiaron la aurora santiaguera.
Sobre todo esto me interrogo mientras pienso en cómo
y por qué se le saca a golpes los ojos a otro ser humano. Tal vez, luego que
encuentre mis respuestas, o aún sin ellas, tenga que comenzar a preguntarme
cómo se aguanta tan salvaje tortura sin decir una palabra y sin traicionar tus
ideales.
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