Fue muy curiosa y arriesgada la manera en que ambas
revolucionarias llevaron armas y municiones en tren hacia Santiago de Cuba
Por: Luis Hernández Serrano
Cuando los asaltantes ya estaban a punto de partir hacia Santiago de Cuba y
Bayamo, Fidel llegó a la casa de Haydée Santamaría y le dijo: «Prepárate, que
vas a ver a Abel».
Poco después, ya en el tren rumbo a Santiago de Cuba, llevaba la
preciada carga de dos maletas que pesaban una tonelada. Ernesto Tizol las cargó
hasta dentro del coche que le tocó a ella y las puso entre asiento y asiento.
En el otro iba sentado un soldado de la dictadura. Tizol las colocó en el piso
y no quedaba más remedio que ponerle los pies encima.
Al soldado le molestaron las maletas y a cada rato trataba de empujarlas con los pies, ¡pero no se movían! Haydée notó enseguida que dos asientos atrás iba Fernando Chenard Piña, el fotógrafo, con la hermosa tarea de ser agente revolucionario secreto del movimiento a cargo de la seguridad personal de ella. Por eso iba muy cerca, alerta y vigilante, y no perdió de vista al soldado que, molesto, le preguntó: «¿Pero qué es lo que tiene usted en esas maletas que pesan como loco?».
Haydée reaccionó y le contestó que eran libros, que acababa de
graduarse y que iba a Santiago de vacaciones. Le dio conversación al militar, y
hasta la esperanza de verse en los carnavales.
Sin embargo, pensó que ella sola no podía con tanto peso, ni
tampoco revelar que conocía a Chenard. Especuló entonces con la posibilidad de
que el mismo soldado se las bajara del tren. Y además le comentó: «¡Mira que
tener que viajar con estas maletas tan pesadas y a lo mejor no me espera nadie
en Santiago!».
El soldado se ofreció, amistoso: «No se preocupe, que yo se las
bajo».
Al llegar, el militar cargó con una; no pudo con las dos. Chenard
observaba, sin poder vincularse con Haydée, porque quizá evidenciaría que
viajaba con ella. Allí estaba Abel Santamaría, que bajó del vagón la segunda
maleta. Se abrazaron los hermanos.
Al día siguiente, en La Habana, en Jovellar 107, Fidel llegó y le
dijo a la doctora Melba Hernández: «Sales esta noche». En el tren es que supo
para dónde iría y que se encontraría con Haydée (Yeyé) y con Abel.
Como Haydée, Melba cogió una maletica de mano y entonces Tizol,
que llevaba el boleto, le explicó: «Escucha bien, si se produce un registro, lo
importante es que tú no caigas presa. Si preguntan, olvídate de lo que llevas».
Llevaba rifles en dos maletas. Las de Haydée contenían parque.
Pero en las de Melba no cabían todos los rifles y fue a una florería de la
calle Neptuno y compró una caja de gladiolos «con un lazo muy bonito». Pero, en
vez de flores, llevó tres fusiles para igual número de combatientes. Cuando
llegó a Santiago la esperaban Renato Guitart y Abel, quienes bajaron rápidamente
las maletas.
—¿Flores?— exclamó Abel con asombro, e hizo un gesto que equivalía
a preguntar: «¿Flores tan pesadas?»… —¿Y por qué no? —dijo Melba. —Toma,
llévalas.
Él la miró extrañado. Ella insistió: —¡Cógelas, que pesan!—. Abel
cargó la caja y comprendió enseguida, al tiempo que le confesaba: —¡Hasta a mí
me engañaste!
Fuentes: El Grito del Moncada, Mario Mencía, p.p. 445, 446 y 447.
Tomo I Editora Política, La Habana, 1986.
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