Publicado en El Microwave
El 28 de julio de 1980
la muerte y la tristeza le dieron finalmente alcance a Haydée Santamaría
Cuadrado. El pistoletazo de arrancada de la persecución tuvo lugar un 26 de
julio de 1953, tras el asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de
Céspedes en Oriente, en donde fueron torturados más allá del horror y luego
asesinados su hermano Abel Santamaría y su novio Boris Luis Santa Coloma.
Aunque algo de ella también se fue por el caño ese día, su ternura -y ya esto
basta para considerarla un ser extraordinario- siguió viva. Por sensibilidad lo
dio todo, dijo ella misma en una ocasión; por sensibilidad siguió combatiendo
la dictadura y luchando desde su bastión de Casa de las Américas para que la
Revolución fuera hogar y fuente de belleza para todo el continente.
Si a las 5 de la tarde
del pasado 28 de abril alguien me hubiera dicho que no quedarían asientos
libres en la Sala Che Guevara para ver la premier del documental Nuestra
Haydée, de la periodista Esther Barroso, me hubiera echado a reír. A carcajada
limpia. ¿Qué tiene que decirnos a 35 años de su muerte Haydée Santamaría? Uno
podría pensar que casi nada, que ya pasó de moda y pertenece a los tiempos en
que Revolución se escribía con mayúsculas, pero no, Haydée sigue convocando. A
tal punto que la Guevara devino un lugar de encuentro de antiguos amigos y
compañeros, de intelectuales y simpes curiosos, de ancianos y jóvenes, otra vez
un vórtice en el que los acentos de todo el continente se funden.
Los asistentes pudieron
apreciar durante 57 minutos las valoraciones de colegas y otras personas
cercanas, así como archivos fílmicos y sonoros escasamente divulgados de (y
sobre) una de las personalidades más magnéticas de la Revolución cubana. Es
este un filme sobre el amor que no abandonó nunca a aquella muchacha del
Central Constancia, sobre su mirada capaz de atravesarlo todo, como si
estuviera buscando siempre la verdad más allá de la superficie, sobre su huella
indeleble en cuantos la trataron.
Aun con la acertada
selección de entrevistados, al mirar Nuestra Haydée, se extrañan testimonios
como los de Armando Hart, Melba Hernández y Fidel Castro; testigos
excepcionales en su vida que pueden contribuir a “explicar por qué llegó a ser
quien fue, por qué hizo las cosas que hizo y develar así los rasgos esenciales
de su personalidad”, para decirlo a la manera de la propia directora Barroso.
A pesar de este y otros
cuestionamientos posibles, estamos en presencia de una película memorable. Porque
no intenta totalizar sino que elige un camino y es consecuente. Porque muestra
un ser humano y sus acciones y reflexiona en torno a estas sin caer en juicios
inútiles. Porque por encima de sus carencias resulta demasiado fuerte –y es
bueno que así sea, y eso es un mérito indiscutible– su capacidad de evocación.
Al finalizar la
proyección de Nuestra Haydée, un larguísimo y extenso aplauso resonó por varios
minutos en la sala. Y seamos honestos, el aplauso no era –o no lo era solo, o
no lo era principalmente- para el documental y sus creadores. El aplauso era
para Haydée. Haydée, que como apunta Ana Niria Albo en la película, no tiene
ninguna foto o frase suya en las paredes de 3ra y G. Haydée, que nunca se fue.
Que siempre está en Casa.
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