Por Mercedes Rodríguez García, publicado en La tecla con café
Pasaron ya los aniversarios del Asalto al Moncada, del asesinato de Abel,
de la muerte Haydée. Sus hijos, Celia María y
Abel Enrique Hart Santamaría, perdieron la vida en un accidente del tránsito ocurrido en La Habana, el 7 de
septiembre de 2008. De la primera, dedicado a
su hermano, fue presentado en Villa Clara, un libro sobre su madre, de quien
también habla en esta entrevista, que hoy reedito por su plena y trascendente
vigencia.
Coincidí con Celia María Hart Santamaría en dos ocasiones,
siempre durante actividades de esas que llaman oficiales o protocolares y en
las cuales la alta jerarquía de los visitantes marca pautas y circunvala el
acceso. En ninguna me fue posible conversar tranquilamente con la hija de la
Heroína del Moncada.
La tercera, en Encrucijada,
no la dejaría escapar, así que apenas se me presentó la ocasión la abordé
preguntándole si se acordaba de mí. «Bueno, si... ¿la periodista de Villa
Clara, no?» Y aproveché el desconcierto atacando antes de que reaccionara:
«Quiero conversar contigo, puede ser durante la visita al museo,
antes o después del acto, durante el recorrido... ¿Sí o sí?», le propuse. «Bueno,
cáeme atrás, no conozco el programa pero debe haber un chance, me imagino.»
La sigo, la observo, grabo absolutamente todo lo que
conversa, anoto precisiones en mi agenda, le pregunto; a veces me responde y
otras, francamente, me ignora, pues alterna constantemente con el escritor y
poeta Roberto Fernández Retamar, quien luego de la muerte de Haydée
(26/julio/1980), asumiera la dirección de Casa de las Américas.
En un momento me refiere sentirse agotada por el calor y el
viaje, y que «prefiere escribir a hablar (...) estos homenajes no me agradan,
asisto por puro compromiso (...) pero no te preocupes, vendré de nuevo a
finales de diciembre, para el cumpleaños de mamá. Y así fue. El 23 nos
reencontramos». El intercambio no resultó tan atropellado.
Hoy, gracias a la coyuntura histórica y a mi costumbre de
guardar documentos, manuscritos y transcripciones, reedito aspectos de una
primera entrevista —publicada en la edición escrita del periódico Vanguardia (28
de diciembre de 2002)—, a la que añado preguntas y respuestas del último
encuentro, y otras que entonces quedaron excluidas por razones de espacio y
pruritos editoriales.
—¿Cómo era tu mamá contigo, cuando eras una niña?
—Tenía la capacidad de ser muy cariñosa y muy exigente, una
mezcla que nos resultó muy difícil de enfrentar a mi hermano y a mí. A veces no
necesitaba palabras.
A una segunda pregunta sobre la muerte de su madre —formulada
con el mayor tacto posible— solo me respondió que lamentaba no estuviera
«enterrada aquí, debajo de una palma, en medio del batey del central, donde ella quería. De
modo que rápidamente le solté una de esas insinuaciones ingenuas con las
que el periodista pretende ganar tiempo, si no es que lo dejan plantado…
—No, primero mi madre. Era muy preocupada, sobre todo porque
yo fuera una persona útil y honesta. Nos sacaba la punta a los lápices, nos
forraba las libretas, con la misma devoción y energía con que nos exigía el
máximo de puntuaciones. El cariño hacia mi tío Abel me llegó a través de ella,
más por el sentimiento que por las descripciones o narraciones que pudiera
haberme hecho de ese que fue su hermano más chiquito y mimado, y en el que no
dejó de pensar ni un solo instante.
—Existe una carta a tus abuelos Benigno y Joaquina, a
quienes Haydée trata de conformarlos llamándoles «padres privilegiados»...
—Sí, es bastante conocida. Pienso que escribió eso para
sacarles del dolor una sonrisa. También les dice que al morir Abel tendrán un
hijo que no se convertirá en un viejo feo y arrugado, sino que continuará con
su cara linda y tierna. ¡Mentirillas piadosas para autoconsolarse!. Mamá me
contó que cuando estaba en el Movimiento con Abel, antes de conocer a Fidel, mi
tío era lo máximo. Pero un día llegó Fidel al apartamento, y cuando él se va
ella le replica en tono inquisitivo: «Abel, ¿tú estás claro que el jefe es
él?».
—¿Alguien de la familia se te parece a Abel?
—Mi mamá decía que mi hermano. A mí no, porque mi tío tenía
los ojos muy claros, y era sí, bien parecido y portado, muy elegante. Pero lo
importante no es el físico. No me canso de decir que Abel transpiró en mi
hermano y en mí ese sentimiento que siempre la inundó y que la dejó marcada de
manera imborrable.
—¿Crees que nunca superó su ausencia, la de Boris Luis, que era su novio en
aquellos tiempos de clandestinaje?
—Mira, se equivocan de cabo a rabo aquellos que especulan
diciendo que mamá no soportó el Moncada y que no pudo sobrevivir a los ojos de
Abel sumergidos dentro de una palangana y todas esas cuestiones. Después de eso
mamá fue mucho más. Del Moncada sacó fuerza y nunca
debilidad. El Moncada, Boris y Abel fueron apenas un buen comienzo para ella.
Si decidió quitarse la vida, no fue por cobardía. No nos queda otra alternativa
que respetar a todas las personas que deciden mejor estar muertas que vivas. El
viejo cliché de que los revolucionarios no se quitan la vida, y eso lo decía
ella también, es tan infantil que bastan algunos nombres para echarlo por
tierra.
—Por ejemplo, Hemingway, Violeta Parra, Alfonsina
Storni ...
—Así mismo, y los Lafargue. ¿Acaso las campanas que hizo
doblar Hemingway en su novela no hicieron resonar la de todas las iglesias del
mundo con el grito de su última bala? ¿Quien diría que Violeta no le daba
«Gracias a la Vida» con honestidad para cruzar a la muerte sin temor y segura
de sí misma, al dejarnos en su voz el candor de todo un continente...
—¿Y qué es lo que más recuerdas de tu madre?
—Su criterio agudo e inteligente, su fuego. Era muy obsesiva,
por ejemplo, con las cosas de la escuela. Nos repasaba cualquier materia por
tal de que saliéramos bien. Nada la detenía. Así que la recuerdo con la misma
fuerza que tuvo su muerte.
—Defíneme los rasgos más sobresalientes de su
personalidad.
—Yo diría que era una mujer liberal, no le importaba mucho
los que otros pensaran, defendió a los marginados, a los excluidos por una u
otra razón; siempre trató de acercarse al lado humano. Le llamaba al pan, pan;
y al vino, vino, y eso a algunos le caía mal. Era generosa, sensible pero firme
de carácter, honesta, apasionada, valiente. Y al contrario de lo que muchos
piensan acerca del suicidio, creo que ese fue su último gesto de valentía.
—¿Qué era para Haydée la Revolución?
—A mi madre la Revolución le entró por la puertecita del
apartamento de 25 y O. Fue la razón de toda su existencia. Amó como nadie la
Revolución, porque mi madre era una eterna enamorada. Siempre confió en Fidel y
muchas veces me dijo que Fidel debería vivir por muchos años.
—¿Y El Che?
—Te cuento que cada 8 de octubre mi hermano y yo no podíamos
salir a ninguna parte porque nos ponía a transcribir las cartas del Che a sus
hijos. Ellos fueron verdaderos camaradas, colegas en ese estrecho cubículo de
los iluminados. Al igual que con Celia, sufrió mucho su muerte, y cuando me
hablaba de él me daba la sensación de que sufría mucho más que al hablar de mi
tío Abel. La recuerdo una vez, cuando yo era muy chica, en medio de un ataque
de lágrimas, decirme: «Fue un machista imperdonable. Me juró que me llevaría a
América a hacer la revolución, y acá me ha dejado». Y era cierto que se lo había
prometido.
—Háblame un poco de ti, de tus años escolares, de tus
amores no materiales...
—Me parezco a muchos y no me parezco a nadie. Como mi madre,
odio el formalismo más allá del límite. Desprecio la burocracia, el
oportunismo, la mediocridad, el capitalismo; soy una eterna enamorada de Martí,
de Fidel, de la bandera rojinegra del 26 de Julio, de las letras frescas del
Gabo, de los iluminados porque no miden la vida con los patrones comunes, su
métrica es la de las estrellas.
—¿Por qué no escribes sobre la vida de ustedes y la
relación con tu madre y el mundo que la rodeó?
—Lo he pensado, si coincidimos nuevamente, te contaré. Creo
que llevo una periodista adentro. Disfruto escribir y decir lo que siento, sin
las fabulaciones de mamá que hasta cambió el día de su cumpleaños del 30 para
el 31 de diciembre... ¡Los disfrutaba tanto! Participaban Carpentier,
Benedetti, Mariano, Retamar... La casa era como un puerto abierto a todas las
naves, como sus bordados. ¡Qué lindo bordaba mi mamá! ¿Por qué esas dotes no se
heredan? Mi madre era especial, debe haber tenido, como tío Abel, una luz…
—¿Una luz?
—Sí, una luz por dentro. Una luz que hacía que todo se viera,
una luz que nunca se ha apagado.
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